La muerte de San Ignacio
Dice Pedro de Ribadeneira sobre el anciano Ignacio, que “al cabo de un rato de fijar los ojos en el cielo y estando como hombre arrobado y suspenso y que volvía en sí, se estremecía y saltándole las lágrimas de los ojos por el grande deleite que sentía en su corazón, le oía decir: “¡Ay, cuán vil y baja me parece la tierra cuando miro al cielo!”
Aquí solo hay olvido de sí mismo. Ya no queda ninguna autorreferencia sino que su mirada está totalmente dirigida hacia Dios. El peregrino está a punto de terminar su ruta y está listo para concluirla. Desde hacía años tenía una salud delicada, con frecuentes dolores agudos de estómago. Tras esa grave enfermedad de 1550 a la que se refiere, presentó su renuncia al generalato porque no se veía con fuerzas. Sus compañeros no aceptaron la renuncia. Siguió en el cargo, pero más debilitado. Se comentaba en la casa que cuando había algún problema importante, san Ignacio se reponía. Así lo recoge González de Cámara en su Memorial: “Cuando hay trabajos, el Padre Ignacio está sano”.
Su muerte fue muy discreta. Durante todo el mes de julio se encontró muy mal hasta el punto que le llevaron a la casa de campo del colegio romano. Regresó a Roma los últimos días de julio. Murió durante una madrugada calurosa romana, el 31 de julio de 1556, después de haber repetido varias veces durante la noche: “¡Ay, Dios!”. En palabras de Polanco: “Antes de dos horas del sol, estando presente el P. Madrid y el P. Andreas de Freux, dio el alma a su Criador y Señor, sin dificultad alguna”. Y añade: “Pasó al modo común de este mundo”. La semilla contenida en la cáscara del cuerpo estaba lista para partir. En la autopsia le encontraron tres piedras biliares en el hígado. El peregrino había llegado ya en vida al final de su peregrinaje porque él mismo dice en el término de su relato que con los años había estado “siempre creciendo en devoción, esto es, en facilidad de encontrar a Dios, y ahora más que en toda su vida. Y siempre y a cualquier hora que quería encontrar a Dios, lo encontraba” [Au 99]. Si podía encontrar a Dios con tanta facilidad es porque se había desalojado de sí mismo. Ignacio había culminado su peregrinaje en vida y ya estaba habitando en Dios.
Javier Melloni, SJ. Revista Manresa 87 (2015)